2. Inicios de la América
católica y protestante
Leyenda negra de la conquista de América
El choque microbiano y viral
que en pocos años causó la muerte de la mitad de la población autóctona de
Iberoamérica
Publicamos tres artículos del
escritor italiano Vittorio Messori que tiene la habilidad de divulgar, de hacer
asequible a todos los públicos, temas
que son muy complejos.
La cuestión de las
distintas colonizaciones de las Américas (la ibérica y la anglosajona) es tan
amplia, y son tantos los prejuicios acumulados, que sólo podemos ofrecer
algunas observaciones.
Volvamos a la población
indígena, tal como señalamos prácticamente desaparecida en los Estados Unidos
de hoy, donde están registradas como «miembros de tribus indias»
aproximadamente un millón y medio de personas. En realidad, esta cifra, de por
sí exigua, se reduciría aún más si consideramos que para aspirar al citado
registro basta con tener una cuarta parte de sangre india.
En el sur la situación es
exactamente la contraria; en la zona mexicana, en la andina y en muchos
territorios brasileños, casi el noventa por ciento de la población o bien
desciende directamente de los antiguos habitantes o es fruto de la mezcla entre
los indígenas y los nuevos pobladores. Es más, mientras que la cultura de
Estados Unidos no debe a la india más que alguna palabra, ya que se desarrolló
a partir de sus orígenes europeos sin que se produjese prácticamente ningún
intercambio con la población autóctona, no ocurre lo mismo en la América hispanoportuguesa, donde la mezcla no sólo fue
demográfica sino que dio origen a una cultura y una sociedad nuevas, de
características inconfundibles.
Sin duda, esto se debe
al distinto grado de desarrollo de los pueblos que tanto los anglosajones como
los ibéricos encontraron en aquellos continentes, pero también se debe a un
planteamiento religioso distinto.
A diferencia de los
católicos españoles y portugueses, que no dudaban en casarse con las indias, en
las que veían seres humanos iguales a ellos, a los protestantes (siguiendo la lógica de la que ya hemos hablado y
que tiende a hacer retroceder hacia el Antiguo Testamento al cristianismo
reformado) los animaba una especie de «racismo» o al menos, el sentido de
superioridad, de «estirpe elegida», que había marcado a Israel. Esto,
sumado a la teología de la predestinación (el indio es subdesarrollado porque
está predestinado a la condenación, el blanco es desarrollado como signo de
elección divina) hacía que la mezcla étnica e incluso la cultural fueran
consideradas como una violación del plan providencial divino.
Así ocurrió no sólo en
América y con los ingleses, sino en todas las demás zonas del mundo a las que
llegaron los europeos de tradición protestante: el apartheid sudafricano, por citar el ejemplo más clamoroso, es una
creación típica y teológicamente coherente del calvinismo holandés.
Sorprende, por lo tanto,
esa especie de masoquismo que hace poco impulsó a la Conferencia de obispos
católicos sudafricanos a sumarse, sin mayores distinciones ni precisiones, a la
«Declaración de arrepentimiento» de los cristianos blancos hacia los negros de
aquel país. Sorprende porque aunque por parte de los católicos pudo haber algún
comportamiento condenable, dicho comportamiento, al contrario de lo ocurrido en
el caso protestante, iba en contra de la teoría y la práctica católicas. Pero
da igual, hoy por hoy, parece ser que existen no pocos clericales dispuestos a
endilgarle a su Iglesia culpas que no tiene.
Las formas de conquista
de las Américas se originan precisamente en las distintas teologías: los españoles no consideraron a los
pobladores de sus territorios como una especie de basura que había que eliminar
para poder instalarse en ellos como dueños y señores. Se reflexiona poco sobre el hecho de que España (a diferencia de Gran
Bretaña) no organizó nunca su imperio americano en colonias, sino en
provincias. Y que el rey de España no se ciñó nunca la corona de emperador
de las Indias, a diferencia de cuanto hará, incluso a principios del siglo XX,
la monarquía inglesa.
Desde el comienzo, y más
tarde, con implacable constancia, durante toda la historia posterior, los
colonos protestantes se consideraron con el derecho, fundado en la misma
Biblia, de poseer sin problemas ni limitaciones toda la tierra que lograran
ocupar echando o exterminando a sus habitantes. Estos últimos, como no formaban
parte del «nuevo Israel» y como llevaban la marca de una predestinación
negativa, quedaron sometidos al dominio total de los nuevos amos.
El régimen de suelos
instaurado en las distintas zonas americanas confirma esta diferencia de las
perspectivas y explica los distintos resultados: en el sur se recurrió al
sistema de la encomienda, figura jurídica de inspiración feudal, por la cual el
soberano concedía a un particular un territorio con su población incluida,
cuyos derechos eran tutelados por la Corona, que seguía siendo la verdadera
propietaria. No ocurrió lo mismo en el
norte, donde primero los ingleses y después el gobierno federal de Estados
Unidos se declararon propietarios absolutos de los territorios ocupados y
por ocupar; toda la tierra era cedida a quien lo deseara al precio que se fijó
posteriormente en una media de un dólar por acre. En cuanto a los indios que
podían habitar esas tierras, correspondía a los colonos alejarlos o, mejor aún,
exterminarlos, con la ayuda del ejército, si era preciso.
El término «exterminio»
no es exagerado y respeta la realidad concreta. Por ejemplo, muchos ignoran que
la práctica de arrancar el cuero cabelludo era conocida tanto por los indios
del norte como por los del sur.
Pero entre estos últimos
desapareció pronto, prohibida por los españoles.
No ocurrió lo mismo en
el norte. Por citar un ejemplo, la entrada correspondiente en una enciclopedia
nada sospechosa como la Larousse dice: «La práctica de arrancar el cuero
cabelludo se difundió en el territorio de lo que hoy es Estados Unidos a partir
del siglo XVII, cuando los colonos blancos comenzaron a ofrecer fuertes
recompensas a quien presentara el cuero cabelludo de un indio fuera hombre,
mujer o niño.”
En 1703 el gobierno de
Massachusetts pagaba doce libras esterlinas por cuero cabelludo, cantidad tan
atrayente que la caza de indios, organizada con caballos y jaurías de perros,
no tardó en convertirse en una especie de deporte nacional muy rentable. El
dicho «el mejor indio es el indio muerto», puesto en práctica en Estados
Unidos, nace no sólo del hecho de que todo indio eliminado constituía una
molestia menos para los nuevos propietarios, sino también del hecho de que las
autoridades pagaban bien por su cuero cabelludo. Se trataba pues de una
práctica que en la América católica no sólo era desconocida sino que, de haber
tratado alguien de introducirla de forma abusiva, habría provocado no sólo la
indignación de los religiosos, siempre presentes al lado de los colonizadores,
sino también las severas penas establecidas por los reyes para tutelar el
derecho a la vida de los indios.
Sin embargo, se dice que
millones de indios murieron también en América Central y del Sur. Murieron, qué
duda cabe, pero no como para estar al borde de la desaparición como en el
norte. Su exterminio no se debió
exclusivamente a las espadas de acero de Toledo y a las armas de fuego (que,
como ya vimos, casi siempre fallaban), sino a los invisibles y letales virus
procedentes del Viejo Mundo.
El choque microbiano y
viral que en pocos años causó la muerte de la mitad de la población autóctona
de Iberoamérica fue estudiado por el grupo de Berkeley, formado por expertos de
esa universidad. El fenómeno es comparable a la peste negra que, procedente de
India y China, asoló Europa en el siglo XIV.
Las enfermedades que los europeos
llevaron a América como la tuberculosis, la pulmonía, la gripe, el sarampión o
la viruela eran desconocidas en el nicho ecológico aislado de los indios, por lo
tanto, éstos carecían de las defensas inmunológicas para hacerles frente.
Pero resulta evidente
que no se puede responsabilizar de ello a los europeos, víctimas de las
enfermedades tropicales a las que los indios resistían mejor. Es de justicia
recordar aquí, cosa que se hace con poca frecuencia, que la expansión del
hombre blanco fuera de Europa asumió a menudo el aspecto trágico de una
hecatombe, con una mortalidad que, en el caso de ciertos barcos, ciertos climas
y ciertos autóctonos, alcanzó cifras impresionantes.
Al desconocer los
mecanismos del contagio (faltaba mucho aún para Pasteur) hubo hombres como
Bartolomé de las Casas —figura controvertida que habrá que analizar
prescindiendo de esquemas simplificadores— que fueron víctimas del equívoco: al
ver que aquellos pueblos disminuían drásticamente, sospecharon de las armas de
sus compatriotas, cuando en realidad no eran las armas las asesinas, sino los
virus. Se trata de un fenómeno de
contagio mortífero observado más recientemente entre las tribus que
permanecieron aisladas en la Guayana francesa y en la región del Amazonas, en
Brasil.
La costumbre española de
decir ¡Jesús!, a manera de augurio a quien estornuda, nace del hecho de que un
simple resfriado (del cual el estornudo es síntoma) solía ser mortal para los
indígenas que lo desconocían y para el que carecían de defensas biológicas.