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Faltabas tú
Un cuento de niños para adultos
Autor: Josè Luis Illueca
Cuenta una antigua tradición que Dios
hizo el mundo de la nada. Antes no
había nada y la oscuridad lo invadía todo. Dios comenzó poniendo
luz,
para que todo lo
que hiciera después, se
pudiera ver. Después
fue poco a poco.
El amanecer y el atardecer. El cielo y la tierra. El mar y los peces. La tierra y la infinidad de seres. Desde los más grandes hasta los más pequeños. Cada uno de ellos reflejaba su belleza. A cada uno le dedicaba tiempo. Lo hacía con esmero y cuidado. Aunque a simple vista no se pudiera ver, todo, absolutamente todo, hasta lo más pequeño estaba muy bien hecho.
Los ángeles aplaudían.
Y Dios, se crecía.
Y después de dar
vida a los seres inanimados,
ante la mirada asombrada de los ángeles,
Dios se
creció y se volvió a
superar. Les dio posibilidad
de que ellos también dieran vida, como lo había
hecho Él. No era un artista
egoísta.
Compartía sus dones con los
seres que había creado. Disfrutaba
viendo sus dones repartidos.
Gozaba convirtiéndolos en
artistas.
Pero cuando
parecía
que ya había finalizado,
Dios
se volvió
a crecer.
…..
Remataría la creación con un ser semejante a Él mismo.
Sería el culmen de lo creado. Lo crearía a su imagen y semejanza.
Le daría su propia capacidad para generar vida.
Le daría voluntad para que pudiera elegir lo bueno por sí mismo y hacerse cada vez mejor. Libremente. Sin leyes impuestas.
Sabía del riesgo y los ángeles se lo advirtieron. Pero Dios no les escuchó.
Había creado todo sin necesidad. No necesitaba nada y sin embargo había habido algo que le llevó a crear todo: su deseo de compartir lo bueno y de gozar con otros. Y eso sólo tenía una palabra que habría que descubrir y participar de ella. Compartir lo bueno con los que libremente quisieran. No obligaría a nadie. Obligar no entraba en su vocabulario.
Y a pesar del riesgo y de las advertencias, creo al hombre. Libre lo creó. Con cabeza para entender qué era lo bueno y con voluntad y corazón para dirigirse hacia él.
Y le dio algo que los ángeles no tenían, un cuerpo para gozar de lo creado. Y cinco sentidos, multiplicando por cinco la capacidad de gozar de lo creado. Era un auténtico artista.
Les dio sentidos para sentir la brisa suave de la mañana, y para contemplar la belleza de los mares y de los atardeceres, los paisajes y las estrellas y constelaciones del firmamento. Sentidos para escuchar la música del silencio y de los seres creados, del viento y del crepitar del fuego. Sentidos para oler el aroma de las flores y de la hierba recién cortada, de la lluvia caída en el bosque, y sentidos para saborear y disfrutar de los frutos sabrosos de todo lo creado.
Sería dichoso haciendo dichoso al hombre. Como un padre con su hijo. Le quería feliz. Para eso le había creado. Compartiría con él toda la creación. Le cuidaría y asistiría enamorado a cada uno de sus progresos. Y le dejaría al cuidado de todo. Sería su herencia.
Dios era una sorpresa continua.
Y se enamoró del hombre porque también era eso: una sorpresa continua. Con movimientos y reacciones impensables que le recordaban a Él. Lo creó y fue para Él lo mejor que había hecho.
Se reconocía en él.
Se
divertía jugando con él.
Había culminado su obra. Seis días a conciencia. Había puesto su atención y su mejor hacer en cada uno de ellos.
Recordó cómo había empezado todo. De la nada. De las tinieblas y el desorden había salido la luz y el orden. La belleza, la música, el movimiento. Todo hablaba de Dios. El firmamento, las estrellas, el mar y la tierra, los montes y los valles, lo frondoso y los desiertos. El día y la noche. El ayer y el mañana.
Y volvió a mirar todo y vio que estaba bien.
Mejor, muy bien.
Los ángeles tenían las palmas doloridas de tanto aplaudir. Qué belleza. Qué gozo. Qué arte y qué artista. Merecía la pena estar junto a Dios. Habían elegido bien. No así otros.
Había culminado la obra de sus manos y aunque estaba cansado, sonreía. El hombre había sido su mejor obra y estaba contento.
Pensó en cada hombre creado. En cada uno. Dios era un ser cuidadoso. No dejaba nada a medias. Pensó en todos, en cada uno. Y a cada uno le dio un nombre, y lo escribió en una piedra blanca que le daría cuando terminase la función.
Y lo distribuyó en el tiempo. Entre el ayer, el hoy y el mañana. A cada uno le asignó un acto en el que entrar y salir. Le daría también lo necesario para que pudiera desempeñar bien su papel. No les faltaría nada. Como un buen padre con su hijo, les daría todo lo necesario para su papel en el teatro del mundo. Manos e inteligencia. Riqueza y medios. La cantidad que necesitara cada uno. Unos más, otros menos. En función del papel asignado a cada uno. A nadie le faltaría nada para desempeñar bien su papel. Deberían ser artistas y actores.
Sería una función de teatro maravillosa: la bondad y la belleza de Dios con la libertad y creatividad del hombre.
Ni siquiera Dios podía predecir el resultado. Pero fuera el que fuese, Él estaría siempre detrás, cuidando para que fuese un éxito. Sólo actuaría en caso de ser necesario. Había dado libertad al hombre y tenía que ser coherente. El hombre no era un niño y debía ayudarle a responsabilizarse de sus actos. Aceptar las consecuencias. Pero estaría detrás. Le ayudaría a que la historia terminara bien, aunque el hombre se equivocara. Sabría reconducir todo lo malo que pudiera ocurrir hacia el bien.
Estaba ya a punto de terminar el día sexto.
El séptimo,
descansaría. Había merecido
la pena y los ángeles no paraban de cantar, de tocar y de aplaudir.
Pero había
algo que le rondaba la cabeza.
Estaba todo muy bien. Pero faltaba algo
y no sabía el qué.
Tú eras
el que faltaba a la Creación. Tú serías la culminación de su obra. Aportarías lo que nada ni nadie habían aportado
hasta
entonces.