NASA. Telescope
James
Webb Reveals New Details in Pillars of Creation
Faltabas tú
Un
cuento de niños para adultos
Autor: Josè Luis Illueca
Cuenta una antigua tradición que Dios
hizo el mundo de la nada. Antes no
había nada y la oscuridad lo invadía todo. Dios comenzó poniendo
luz,
para que todo lo
que hiciera después, se
pudiera ver. Después
fue poco a poco.
Era
un Dios cuidadoso que iba haciendo las cosas a conciencia. Hacía
una cosa y después, antes
de empezar
con otra, se paraba
a ver
qué tal había quedado y entonces, después
de comprobar que lo que había hecho estaba
bien, continuaba.
Era
un Dios cuidadoso que hacía las cosas
bien. Una cosa primero
y otra
después.
Al desorden inicial fue añadiendo orden. Poco a poco,
sin prisas. Le llevó tiempo.
Tiempo que antes no existía, pero que, a partir
de entonces, existió. Ayer, hoy y
mañana. Antes, para
Dios, sólo existía el hoy. Sin embargo, al hoy le quiso añadir
el gozo del recuerdo del
ayer
y el gozo de la esperanza del mañana.
Era
algo nuevo y Dios, como
artista que era, innovó y creo el
tiempo para que el hoy se multiplicara.
Como poner espejos a
las luces del hoy.
Los ángeles, asombrados,
contemplaban entusiasmados
las obras de sus manos.
No habían visto nada igual. De sorpresa
en sorpresa, parecía que era imposible
superar lo que cada
día iba haciendo. Y Dios, ilusionado
ante sus miradas
expectantes,
se crecía.
Más, se
decía. Era un inconformista empedernido. Y al día siguiente,
no se sabía
cómo, se superaba creando algo
mejor y más bello.
El amanecer y
el atardecer. El cielo
y la tierra. El mar y los
peces. La
tierra y la infinidad de seres. Desde
los más grandes hasta
los más pequeños. Cada uno de ellos reflejaba su belleza.
A cada uno le dedicaba tiempo. Lo hacía con esmero y cuidado.
Aunque a simple vista no se pudiera ver, todo,
absolutamente todo, hasta lo más pequeño
estaba muy
bien hecho.
Los ángeles aplaudían.
Y Dios, se crecía.
Un
día, otro y otro, parecía incansable. Era
un artista entusiasmado con
su obra.
Ya descansaría después.
Los cielos, las
estrellas, el firmamento. Colores que antes
no existían, iban tomando forma
en su paleta creadora. ¡Qué colores! No había dos iguales. Y había
multitud. Combinaciones impensables y preciosas. Cada una
era una obra de arte.
La
naturaleza
iba tomando forma. Poco a poco. Una
cosa
primero
y otra
después. Tiempo y dedicación. Y parar, mirar, comprobar
que estaba bien, y seguir.
Aparecieron las
montañas, los valles y el
mar. Cada uno único, no había dos iguales.
Paisajes que llenaban el alma y que hablaban de Dios.
De su belleza, de su bondad…
de su arte.
Era el mejor artista
que había existido
nunca y se notaba. Disfrutaba con su trabajo.
Y a la naturaleza inanimada le añadió una vuelta más. Le
dio “vida”, movimiento. Algo que Él tenía. La posibilidad de
subsistir en el tiempo
por sí
sola.
Lo que todos
los artistas buscan en
su obra.
Que sus obras tengan vida propia.
Y después de dar
vida a los seres inanimados,
ante la mirada asombrada de los ángeles,
Dios se
creció y se volvió a
superar. Les dio posibilidad
de que ellos también dieran vida, como lo había
hecho Él. No era un artista
egoísta.
Compartía sus dones con los
seres que había creado. Disfrutaba
viendo sus dones repartidos.
Gozaba convirtiéndolos en
artistas.
Peces,
aves, animales
de la tierra serían
embajadores suyos. Artistas
capaces de continuar su obra
en el tiempo. En el hoy y en el
ayer, y
en el mañana. De este
modo cada etapa tendría sus propios
seres. El espejo
funcionaría y nada sería
igual. Novedad constante.
Dios no era
aburrido. Le gustaba
la vida y el movimiento.
La luz y la danza. Y
también la música. Música que los ángeles se encargaban de proporcionar.
Cada uno con un instrumento
diferente. Con acordes
distintos, componiendo sinfonías únicas
y maravillosas. Cada una
nueva, no había dos iguales.
Al
unísono
de lo que Dios creaba, los ángeles tocaban
y la combinación de paisajes, vida, movimiento
y música hacían de cada
momento algo inenarrable. Era imposible
superar
aquello y de imaginar un momento más
dichoso.
Los ángeles aplaudían entusiasmados y Dios sonreía. Iba
quedando todo muy bien. Le
llevaba
tiempo pero su esfuerzo merecía la
pena.
¡Qué belleza! ¡Qué orden! ¡Qué armonía! Imposible de
superar. Los artistas lo sabían.
A
Dios se
le estaban acabando las fuerzas.
Llevaba
ya seis días. Nada
le había llevado tanto tiempo y tanto esfuerzo.
Pero cuando
parecía
que ya había finalizado,
Dios
se volvió
a crecer.
Había
dado lo que Él tenía. Había puesto orden y belleza, y había
añadido movimiento y música. Había dado vida, y había compartido su faceta creadora:
los seres creados podrían
continuar su creación en el tiempo, generando vida.
Él sólo
se
ocuparía de intervenir cuando
fuera estrictamente necesario.
Algo que a los ángeles les parecía un invento
inimaginable.
Dar
continuidad a su obra.
Que subsistiera por
sí misma.
Pero Dios,
era el
mejor artista. Y con cada
movimiento se superaba. Y Dios se lo otorgó.
Era algo grandioso.
Más y más.
…..
Y entonces,
llegó lo impensable.
Remataría la creación con
un ser
semejante a Él mismo.
Sería el culmen
de lo creado. Lo crearía
a su imagen y semejanza.
Le daría su
propia
capacidad para generar vida.
Le daría voluntad para que pudiera
elegir lo bueno por
sí
mismo y hacerse cada vez mejor. Libremente.
Sin leyes impuestas.
Sabía
del riesgo y los
ángeles se lo advirtieron. Pero Dios
no les escuchó.
Había
creado todo sin necesidad. No
necesitaba nada y
sin embargo había habido algo que le llevó a crear todo: su deseo de compartir lo bueno y
de gozar con otros. Y eso
sólo tenía una
palabra que habría que descubrir y
participar
de ella. Compartir lo
bueno con los que libremente
quisieran.
No obligaría
a nadie. Obligar no entraba
en su
vocabulario.
Y a
pesar
del riesgo y de las advertencias, creo
al hombre. Libre lo creó.
Con cabeza para entender qué era lo bueno
y con voluntad y corazón para
dirigirse hacia él.
Y le dio algo
que los ángeles no tenían, un cuerpo para
gozar
de lo creado. Y cinco
sentidos, multiplicando
por
cinco la capacidad de gozar
de lo creado. Era un auténtico artista.
Les dio sentidos para
sentir la
brisa suave
de la mañana, y para contemplar la belleza
de los mares y de los atardeceres, los
paisajes
y las estrellas
y constelaciones del firmamento. Sentidos
para escuchar la
música del silencio y de
los seres creados, del
viento
y del crepitar
del fuego. Sentidos para oler el aroma de las flores y
de la hierba recién cortada, de la lluvia
caída en el bosque, y sentidos para saborear
y disfrutar de los
frutos
sabrosos de
todo lo creado.
Sería dichoso
haciendo dichoso al hombre.
Como un padre con su hijo. Le quería
feliz.
Para eso
le había creado. Compartiría con él toda la
creación.
Le cuidaría y asistiría enamorado a cada uno de sus progresos. Y le
dejaría al cuidado
de todo. Sería su herencia.
Dios era
una sorpresa
continua.
Y se enamoró del
hombre porque también era eso: una sorpresa continua.
Con movimientos y reacciones
impensables que le recordaban a Él. Lo creó y fue para Él lo mejor que había hecho.
Se reconocía en
él.
Se
divertía jugando con él.
Le resultaba una delicia estar con él.
Durante una semana, los ángeles
asombrados habían asistido a
una explosión
de belleza y creatividad.
Cada día parecía la cima, imposible de superar. Pero
al día siguiente, Dios,
divertido, les sorprendía
y se volvía a superar. Estaban entusiasmados.
Había
culminado su obra. Seis días a conciencia. Había
puesto su atención y
su mejor hacer en
cada uno de ellos.
Recordó
cómo había empezado todo.
De la nada. De las tinieblas y
el desorden
había salido la luz y el
orden. La belleza,
la música, el movimiento. Todo hablaba de Dios. El firmamento,
las
estrellas, el mar y la tierra,
los montes y los
valles, lo frondoso y los desiertos.
El día y la noche. El ayer y el
mañana.
Y volvió
a mirar todo y
vio
que estaba bien.
Mejor,
muy bien.
Los ángeles tenían las
palmas doloridas de tanto aplaudir.
Qué belleza. Qué gozo.
Qué arte y qué artista.
Merecía
la pena estar junto a Dios. Habían elegido bien. No así otros.
Había
culminado la obra de sus manos
y aunque estaba cansado, sonreía. El hombre había sido
su mejor obra y estaba contento.
Pensó en
cada hombre creado. En cada uno. Dios era un ser cuidadoso.
No dejaba nada a medias. Pensó
en todos, en cada uno. Y a cada uno le dio un nombre,
y lo escribió en una piedra blanca que le daría cuando terminase
la función.
Y lo distribuyó
en el
tiempo. Entre
el ayer, el hoy y
el mañana. A cada uno le asignó
un acto en el que entrar y salir. Le daría también lo necesario
para que pudiera desempeñar
bien su papel. No les faltaría
nada. Como un buen padre con
su hijo,
les daría
todo lo necesario para su
papel en el teatro del mundo. Manos
e inteligencia. Riqueza y medios. La
cantidad que necesitara cada uno. Unos más, otros menos.
En función del papel asignado a cada
uno. A nadie le faltaría
nada para desempeñar bien su
papel. Deberían ser artistas y actores.
Sería una función de teatro maravillosa: la bondad y la belleza de Dios
con la libertad y creatividad del hombre.
Ni siquiera
Dios podía predecir el resultado.
Pero fuera
el que fuese, Él estaría siempre detrás, cuidando para que fuese un éxito. Sólo actuaría en caso de ser
necesario. Había dado libertad al hombre
y tenía que ser coherente. El hombre no era un niño
y debía ayudarle a responsabilizarse de sus actos.
Aceptar las
consecuencias. Pero estaría
detrás.
Le
ayudaría a que la historia
terminara bien, aunque el hombre
se equivocara. Sabría
reconducir todo lo
malo que pudiera ocurrir
hacia el bien.
Estaba ya a punto de terminar el día
sexto.
El séptimo,
descansaría. Había merecido
la pena y los ángeles no paraban de cantar, de tocar y de aplaudir.
Pero había
algo que le rondaba la cabeza.
Estaba todo muy bien. Pero faltaba algo
y no sabía el qué.
Y entonces,
en el último momento, lo vio.
Los ángeles mantuvieron la respiración
expectantes.
¿Qué
podría ser? ¡Estaba
todo perfecto!
¿Tan inconformista era
Dios?
Y vio Dios lo
que faltaba:
Faltabas
tú.
Tú eras
el que faltaba a la Creación. Tú serías la culminación de su obra. Aportarías lo que nada ni nadie habían aportado
hasta
entonces.
Y sonrió. El inconformismo del artista
dio paso a la satisfacción
al contemplar su obra
bien hecha y rematada.
El mundo hubiera estado incompleto sin ti.
Contigo
la sinfonía estaría
completa. Sin ti hubiera quedado
insuficiente. Darías unas notas
que ningún instrumento antes había producido. Aportarías lo
que nadie ni nada tenía. Eras necesario.
Menos mal
que su inconformismo de artista lo vio. La obra estaba ya completa.
Ya podría descansar y
disfrutar
de una obra compartida y bella. Había empezado a crear solo y había terminado acompañado.
De un amigo y de un hijo. De otro artista.
La función podría empezar. Música,
actores, vestuarios. Con actos
distribuidos en el
tiempo. Habría
un comienzo, y un final y un telón que subiría para luego volver a bajar.
Todo
el cielo asistiría entusiasmado.
Tendría la emoción
del directo. De cosas que
pueden salir mal, y de reacciones inesperadas
y sorprendentes que levantan
a los espectadores de sus asientos
aplaudiendo.
La
emoción de una función con un guion no escrito,
desarrollado en el
tiempo, a dos manos, entre Dios
y el hombre, con innovación y creatividad
constantes. Sería una sinfonía
inigualable como no ha sido capaz,
de imaginar siquiera, ninguno
de los mejores músicos.
Un cuadro que asombraría
a todos los artistas y a aquellos que aprecian el arte. Una representación
bellísima
que pondría de relieve lo mejor de cada
actor.
Una función, una obra, tan extraordinaria que para
los actores
que desempeñaran
bien su papel no sería necesario añadir a la
felicidad inmensa, casi
infinita del hoy, -sólo limitada
por la finitud de cada uno- el recuerdo del ayer o la
esperanza
del mañana.
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