A lo
largo y ancho de América Latina se puede palpar el poder creciente de las
iglesias evangélicas. En el mundo éstas cuentan con 565 millones de fieles, de
los cuales 107 millones, casi la quinta parte, están en América Latina y el
Caribe. Brasil es un caso especial, con una iglesia evangélica que ha adquirido
una presencia pastoral y económica impresionante con 42 millones de seguidores.
El
poder de los evangelistas brasileños hace que no sea raro escuchar en el centro
de algunas ciudades suramericanas como La Paz a telepredicadores de ese origen prometiendo
en portuñol la buena dicha a todos quienes quieran escucharles. Pero el
encuentro con la felicidad divina no es gratuito. Para llegar a ella hay que
subordinarse no sólo a la cultura del esfuerzo individual, sino también a una
poblada agenda de valores morales como el rechazo al aborto, el matrimonio
homosexual o la fecundación in vitro.
Sin
embargo, estos rígidos valores no se quedan dentro de los templos, ni siquiera
de las comunidades cristianas que los frecuentan. Por el contrario, las
iglesias evangélicas tienen una presencia política cada vez más notable en
diversos países de la región. América Central, con Guatemala a la cabeza, es un
ejemplo notable, pero no el único.
En
Brasil, la probable candidata del PSB (Partido Socialista Brasileño), tras la
lamentable muerte de Eduardo Campos, es una activa creyente evangélica. Lo
curioso del caso es que Marina Silva va a encabezar ahora, como hizo cuatro
años atrás, una alternativa presentada como progresista pese a sus creencias
religiosas públicamente reconocidas. Para ello ha debido modificar algunos
puntos de su mensaje tradicional, especialmente en aquellas cuestiones más
ligadas a los temas de valores, flexibilizando bastante su posición para poder
sintonizar con sus numerosos seguidores.
Por un
lado, las iglesias evangélicas están en una pugna importante con el catolicismo
en torno al terreno pastoral, un punto en el que la elección de Jorge Bergoglio
como papa puede resultar fundamental. Por otro lado, su postura cada vez más
militante entra en contradicción con determinados grupos políticos y sociales
partidarios del laicismo y de sociedades aconfesionales. Esto ocurre en Costa
Rica, un país que tradicionalmente se ufanaba de ser uno de los más seculares e
institucionalizados de América Latina.
En los
últimos años se ha producido un retroceso notable. El 8 de febrero de 2010 el
obispo costarricense Francisco Ulloa proclamó a Laura Chinchilla “hija
predilecta de la Virgen
María” sólo un día después de ganar las elecciones
presidenciales. Cuatro años más tarde, el nuevo presidente Luis Guillermo Solís
Rivera nombró ministro de la
Presidencia al obispo luterano Melvín Jiménez. Si bien éste
fue uno de los principales colaboradores del presidente durante la campaña, la
señal enviada a la sociedad costarricense es ajena a la no ingerencia religiosa
en la vida pública.
En
estos días se está discutiendo el “Proyecto de Ley para la Libertad Religiosa
y de Culto” que ha provocado una agria polémica nacional en torno a los límites
de la aconfesionalidad del estado.
El eje
del debate está, en que la nueva ley busca “pasar de un estado uniconfesional a
algo mucho más grave, un estado multiconfesional”. Al invocar a los padres
fundadores decimonónicos de una nación laica asegura que éstos deben estar
perplejos frente a la nueva situación y se pregunta retóricamente cómo
“un país puede volverse tan parroquial y tan aldeano, retroceder tantos pasos en el curso de la historia y sobre todo estar hoy tan atrapado por la red de intereses de una multitud de iglesias, cultos, congregaciones y hasta oratorios de garaje, panderetas y micrófonos de altavoz que tienen mareada a nuestra clase política. Y, aparentemente, secuestrada”.
En
buena parte el avance político de las iglesias en Costa Rica ha demostrado ser
paralelo al desplome del sistema de partidos tradicionales.
La
satanización de la política y de los políticos tradicionales, que en buena
medida se han ganado a pulso, provoca que toda organización o persona capaz de
garantizar un buen número de votantes a una opción determinada tenga una gran
influencia. O dicho de otra manera, que sea capaz de marear a los políticos. Si
las iglesias evangélicas pueden intervenir en la forma en que lo hacen en la
vida política es porque los partidos tradicionales, inclusive los nuevos, no
son capaces de movilizar a sus bases de forma consistente.
Una de
las grandes paradojas del llamado “giro a la izquierda” en América Latina es el
atraso en numerosas cuestiones sociales. Tras mucho tiempo y con mucho esfuerzo
han ido avanzando ciertas reivindicaciones, como el aborto o inclusive el
divorcio.
En esta situación el peso disuasorio de la Iglesia Católica también ha sido determinante, como lo fue desde prácticamente el surgimiento de las repúblicas independientes latinoamericanas. Una cosa es legalizar la libre actuación de las iglesias en cualquier sociedad y otra muy diferente abrirles las puertas y ventanas de la cosa pública para que intenten moldear la realidad en función de sus ideales.
En esta situación el peso disuasorio de la Iglesia Católica también ha sido determinante, como lo fue desde prácticamente el surgimiento de las repúblicas independientes latinoamericanas. Una cosa es legalizar la libre actuación de las iglesias en cualquier sociedad y otra muy diferente abrirles las puertas y ventanas de la cosa pública para que intenten moldear la realidad en función de sus ideales.
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